Tales son, queridos míos, las promesas que tenemos. Purifiquémonos, pues, de todo cuanto contamine el cuerpo o el espíritu y realicemos plenamente nuestra consagración viviendo en el respeto a Dios.
¡Ojalá que nuestro Señor Jesucristo y nuestro Padre Dios que nos ha amado y que generosamente nos otorga un consuelo eterno y una espléndida esperanza,
Ofrecía así dos garantías, ambas irrevocables, porque Dios no puede engañar, y proporcionaba un poderoso consuelo a quienes se refugiaban en él para mantener la esperanza a que estamos destinados.
Un sumo sacerdote así era el que nosotros necesitábamos: santo, inocente, incontaminado, sin connivencia con los pecadores y encumbrado hasta lo más alto de los cielos.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que, por su inmenso amor y mediante la resurrección de Jesucristo de la muerte, nos ha hecho renacer a una esperanza viviente,
a través de preciosos y sublimes dones prometidos. De este modo podréis participar de la misma condición divina, habiendo huido de la corrupción que las pasiones han introducido en el mundo.
Nuestro amor alcanza su más alto nivel de perfección cuando, al compartir nosotros ya en este mundo la condición de Cristo, nos hace esperar confiados el día del juicio.