¡Que vengan los sacerdotes, los servidores de Dios! Que se paren ante el altar, y con lágrimas en los ojos oren de esta manera: “¡Dios nuestro, perdona a tu pueblo! ¡No permitas que las naciones nos desprecien y nos humillen! No permitas que con tono burlón nos pregunten: ‘¿Dónde está su Dios?’”
»Ustedes, los sacerdotes, que sirven a Dios en el altar, pónganse ropa de luto y pasen la noche llorando, pues ya nadie trae al templo ofrendas de vino y de cereales.
»Ustedes serán llamados “Sacerdotes de Dios”, “Fieles servidores de Dios”. Disfrutarán de las riquezas de las naciones y se adornarán con sus magníficas joyas.
Ruedan por mis mejillas lágrimas que no puedo contener. Cerca de mí no hay nadie que me consuele y me reanime. Mi gente no puede creer que el enemigo nos haya vencido.
Ruido ya no se escucha en tus portones, Jerusalén. ¡Qué triste es ver tus calles desiertas! Los sacerdotes lloran y las jóvenes se afligen. Todo en ti es amargura; ya nadie viene a tus fiestas.
»Nosotros, al contrario, adoramos a nuestro Dios, y no lo hemos traicionado. Nuestros sacerdotes son los descendientes de Aarón, y sus ayudantes son de la tribu de Leví, a quienes Dios eligió para que le sirvieran.
»De entre todos los israelitas, yo he elegido a tu hermano Aarón y a sus hijos Itamar, Nadab, Abihú y Eleazar, para que sean mis sacerdotes. Así que ordénales que se mantengan cerca de ti.