Una de las que nos escuchaba se llamaba Lidia, una mujer que honraba a Dios. Era de la ciudad de Tiatira y vendía telas muy finas de color púrpura. El Señor hizo que Lidia pusiera mucha atención a Pablo,
¡Vamos, date prisa y llévame contigo! ¡Llévame ya a tus habitaciones, rey de mi vida! Por ti haremos fiesta, por ti estaremos alegres; nos olvidaremos del vino y disfrutaré de tus caricias. ¡Ahora me doy cuenta por qué las mujeres te aman tanto!
Entonces la verdadera madre, llena de angustia, gritó: —¡Por favor, Su Majestad! ¡No maten al niño! Prefiero que se lo den a la otra mujer. Pero la otra mujer dijo: —¡Ni para ti ni para mí! ¡Que lo partan en dos!
»Pero yo les he dicho: “Ustedes son mi pueblo preferido; ¡y los quiero más que a nadie! Es verdad que los reprendo, pero siempre pienso en ustedes. ¡Los amo de todo corazón! ¡Les tengo un gran cariño!