Porque a nosotros, lo mismo que a ellos, se nos ha anunciado la buena noticia; pero el mensaje que escucharon no les sirvió de nada, porque no se unieron en la fe a los que habían prestado atención a ese mensaje.
Moisés se fue de allí y volvió a la casa de Jetro, su suegro. Al llegar le dijo: ―Debo marcharme. Quiero volver a Egipto, donde están mis hermanos de sangre. Voy a ver si todavía viven. ―Anda, pues; que te vaya bien —le contestó Jetro.
Unos hombres le llevaron un paralítico, acostado en una camilla. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: ―¡Ánimo, hijo; tus pecados quedan perdonados!
La mujer, al ver que no podía pasar inadvertida, se acercó temblando y se arrojó a sus pies. En presencia de toda la gente, contó por qué lo había tocado y cómo había sido sanada al instante.