Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba el hombre y, viéndolo, se compadeció de él.
Perdona a tu pueblo, que ha pecado contra ti; perdona todas las ofensas que te haya infligido. Haz que sus enemigos le muestren clemencia,
Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: ―No llores.
No abandones a tu amigo ni al amigo de tu padre. No vayas a la casa de tu hermano cuando tengas un problema. Más vale vecino cercano que hermano distante.
¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?”
Jesús envió a estos doce con las siguientes instrucciones: «No vayáis entre los gentiles ni entréis en ningún pueblo de los samaritanos.
―¿No tenemos razón al decir que eres un samaritano, y que estás endemoniado? —replicaron los judíos.
Pero, como los judíos no se tratan con los samaritanos, la mujer le respondió: ―¿Cómo se te ocurre pedirme agua, si tú eres judío y yo soy samaritana?
Cuando la hija del faraón abrió la cesta y vio allí dentro un niño que lloraba, tuvo compasión de él y exclamó: ―¡Es un niño hebreo!
Así también llegó a aquel lugar un levita y, al verlo, se desvió y siguió de largo.
Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se las vendó. Luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó.