Jesús se quedó mirándoles, enojado y entristecido por la dureza de su corazón, y dijo al hombre: ―Extiende la mano. La extendió, y la mano quedó restablecida.
Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado.
Los judíos que habían estado con María en la casa, dándole el pésame, al ver que se había levantado y había salido de prisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar.