Judá le dijo a su padre Israel: ―Bajo mi responsabilidad, envía al muchacho y nos iremos ahora mismo, para que nosotros y nuestros hijos podamos seguir viviendo.
Luego, estando cerca del río Ahava, proclamé un ayuno para que nos humilláramos ante nuestro Dios y le pidiéramos que nos acompañara durante el camino, a nosotros, a nuestros hijos y nuestras posesiones.
Uno de sus ministros propuso: ―Que salgan algunos hombres con cinco de los caballos que aún quedan aquí. Si mueren, no les irá peor que a la multitud de israelitas que va a perecer. ¡Enviémoslos a ver qué pasa!
No ganamos nada con entrar en la ciudad. Allí nos moriremos de hambre con todos los demás, pero, si nos quedamos aquí, nos sucederá lo mismo. Vayamos, pues, al campamento de los sirios, para rendirnos. Si nos perdonan la vida, viviremos; y, si nos matan, de todos modos moriremos.
También entrarán en la tierra los niños que vosotros dijisteis que serían botín de guerra. Y serán ellos los que gocen de la tierra que vosotros rechazasteis.
A estos se sumaron todos los familiares de José, es decir, sus hermanos y los de la casa de Jacob. En la región de Gosén dejaron únicamente a los niños y a los animales.
Nosotros le contestamos: “No podemos ir si nuestro hermano menor no va con nosotros. No podremos presentarnos ante hombre tan importante, a menos que nuestro hermano menor nos acompañe”.
―¡Mi hijo no se irá con vosotros! —replicó Jacob—. Su hermano José ya está muerto, y ahora solo él me queda. Si le llega a pasar una desgracia en el viaje que vais a emprender, vosotros tendréis la culpa de que este pobre viejo se muera de tristeza.
nosotros contestamos a mi señor que teníamos un padre anciano, y un hermano que le nació a nuestro padre en su vejez. Nuestro padre quiere muchísimo a este último porque es el único que le queda de la misma madre, ya que el otro murió.