Isaac había llegado a viejo y se había quedado ciego. Un día llamó a Esaú, su hijo mayor. ―¡Hijo mío! —le dijo. ―Aquí estoy —le contestó Esaú.
Israel ya era muy anciano, y por su avanzada edad casi no podía ver; por eso José los acercó, y su padre los besó y abrazó.
Elí ya se estaba quedando ciego. Un día, mientras él descansaba en su habitación,
―Ni él pecó, ni sus padres —respondió Jesús—, sino que esto sucedió para que la obra de Dios se hiciera evidente en su vida.
Un día temblarán los guardianes de la casa, y se encorvarán los hombres de batalla; se detendrán las molenderas por ser tan pocas, y se apagarán los que miran a través de las ventanas.
―Véndeme entonces los derechos bajo juramento —insistió Jacob. Esaú se lo juró, y fue así como le vendió a Jacob sus derechos de primogénito.
Moisés tenía ciento veinte años de edad cuando murió. Con todo, no se había debilitado su vista ni había perdido su vigor.
Así que la esposa de Jeroboán emprendió el viaje a Siló y fue a casa de Ahías. Debido a su edad, Ahías había perdido la vista y estaba ciego.