Gracias a la autoridad que Dios le dio, ante él temblaban de miedo todos los pueblos, naciones y gente de toda lengua. A quien él quería matar, lo mandaba matar; a quien quería perdonar, lo perdonaba; si quería ascender a alguien, lo ascendía; y, si quería humillarlo, lo humillaba.
Ninguno de los pueblos de la tierra merece ser tenido en cuenta. Dios hace lo que quiere con los poderes celestiales y con los pueblos de la tierra. No hay quien se oponga a su poder ni quien le pida cuentas de sus actos.
―Ya tengo ciento treinta años —respondió Jacob—. Mis años de andar peregrinando de un lado a otro han sido pocos y difíciles, pero no se comparan con los años de peregrinaje de mis antepasados.