«En aquella ocasión yo, Daniel, pasé tres semanas como si estuviera de luto.
Al escuchar esto, me senté a llorar; hice duelo por algunos días, ayuné y oré al Dios del cielo.
Si alguien quiere hacerles daño, ellos lanzan fuego por la boca y consumen a sus enemigos. Así habrá de morir cualquiera que intente hacerles daño.
Reconoced vuestras miserias, llorad y lamentaos. Que vuestra risa se convierta en llanto, y vuestra alegría, en tristeza.
Me invade una gran tristeza y me embarga un continuo dolor.
―¿Acaso pueden estar de luto los invitados del novio mientras él está con ellos? Llegará el día en que se les quitará el novio; entonces sí ayunarán.
¡Ojalá mi cabeza fuera un manantial, y mis ojos una fuente de lágrimas, para llorar de día y de noche por los muertos de mi pueblo!
Mas alegraos con Jerusalén, y regocijaos por ella, todos los que la amáis; saltad con ella de alegría, todos los que por ella os condoléis.
Tú eres mi Dios y mi fortaleza: ¿Por qué me has rechazado? ¿Por qué debo andar de luto y oprimido por el enemigo?
Y le digo a Dios, a mi Roca: «¿Por qué me has olvidado? ¿Por qué debo andar de luto y oprimido por el enemigo?»
Entonces me dijo: “No tengas miedo, Daniel. Tu petición fue escuchada desde el primer día en que te propusiste ganar entendimiento y humillarte ante tu Dios. En respuesta a ella estoy aquí.