Nuestra ciudad es la más pacífica y fiel del país, y muy importante en Israel; tú, sin embargo, intentas arrasarla. ¿Por qué quieres destruir la heredad del Señor?
Te ruego que escuches mis palabras. Si quien te mueve en contra mía es el Señor, una ofrenda bastará para aplacarlo. Pero, si son los hombres, ¡que el Señor los maldiga! Hoy me expulsan de esta tierra, que es la herencia del Señor, y me dicen: “¡Vete a servir a otros dioses!”
y les preguntó: ―¿Qué queréis que haga por vosotros? ¿Cómo puedo reparar el mal que se os ha hecho, de modo que bendigáis al pueblo que es herencia del Señor?
Daos prisa y mandadle este mensaje a David: “No pases la noche en los llanos del desierto; más bien, cruza de inmediato al otro lado, no vaya a ser que el rey y quienes lo acompañan sean aniquilados”.
Realmente, vivimos en esta tienda de campaña, suspirando y agobiados, pues no deseamos ser desvestidos, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida.
Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: «La muerte ha sido devorada por la victoria».
Todos tus enemigos abren la boca para hablar mal de ti; rechinando los dientes, declaran burlones: «Nos la hemos comido viva. Llegó el día tan esperado; ¡hemos vivido para verlo!»
El Señor se porta como enemigo: ha destruido a Israel. Ha destruido todos sus palacios y derribado sus baluartes. Ha multiplicado el luto y los lamentos por la bella Judá.
Sin compasión el Señor ha destruido todas las moradas de Jacob; en su furor ha derribado los baluartes de la bella Judá y ha puesto su honra por los suelos al derrocar a su rey y a sus príncipes.
Voy a castigar al dios Bel en Babilonia; haré que vomite lo que se ha tragado. Ya no acudirán a él las naciones, ni quedará en pie el muro de Babilonia.
«Nabucodonosor, el rey de Babilonia, me devoró, me confundió; me dejó como un plato vacío. Me tragó como un monstruo marino, con mis delicias se ha llenado el estómago para luego vomitarme.
En esa ocasión, la tierra abrió sus fauces y se los tragó junto con Coré, muriendo también sus seguidores. El fuego devoró a doscientos cincuenta hombres, y este hecho los convirtió en una señal de advertencia.
Entonces Samuel tomó un frasco de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl. Luego lo besó y le dijo: ―¡Es el Señor quien te ha ungido para que gobiernes a su pueblo!
Tú los apartaste de todas las naciones del mundo para que fueran tu heredad. Así lo manifestaste por medio de tu siervo Moisés cuando tú, Señor y Dios, sacaste de Egipto a nuestros antepasados».