Tú, Señor, eres justo cuando discuto contigo. Sin embargo, quisiera exponerte algunas cuestiones de justicia. ¿Por qué prosperan los malvados? ¿Por qué viven tranquilos los traidores?
Entonces Judá se acercó a José para decirle: ―Mi señor, no te enojes conmigo, pero te ruego que me permitas hablarte en privado. Para mí, tú eres tan importante como el faraón.
Abraham volvió a decir: ―No se enoje mi Señor, pero permítame hablar una vez más. Tal vez se encuentren solo diez… ―Aun por esos diez no la destruiré —respondió el Señor por última vez.
Entonces ella le suplicó: ―¡Ruego a mi rey invocar al Señor tu Dios, para que quien deba vengar la muerte de mi hijo no aumente mi desgracia matando a mi otro hijo! ―¡Tan cierto como que el Señor vive —respondió el rey—, juro que tu hijo no perderá ni un solo cabello!
―¿Cómo es que intentas hacer lo mismo contra el pueblo de Dios? Al prometerme el rey estas cosas, se declara culpable, pues no deja regresar a su hijo desterrado.
Joab se le acercó. ―¿Eres tú Joab? —le preguntó la mujer. ―Así es. Entonces la mujer le dijo: ―Pon atención a las palabras de esta tu sierva. ―Te escucho —respondió Joab.