Sin embargo, por el juramento que David y Jonatán se habían hecho en presencia del Señor, el rey tuvo compasión de Mefiboset, que era hijo de Jonatán y nieto de Saúl.
«Puedes irte tranquilo —le dijo Jonatán a David—, pues los dos hemos hecho un juramento eterno en nombre del Señor, pidiéndole que juzgue entre tú y yo, y entre tus descendientes y los míos». Así que David se fue, y Jonatán regresó a la ciudad.
Ya que en presencia del Señor has hecho un pacto conmigo, que soy tu servidor, te ruego que me seas leal. Si me consideras culpable, no hace falta que me entregues a tu padre; ¡mátame tú mismo!
Una vez que David y Saúl terminaron de hablar, Saúl tomó a David a su servicio y, desde ese día, no lo dejó volver a la casa de su padre. Jonatán, por su parte, entabló con David una amistad entrañable y llegó a quererlo como a sí mismo.
Cuando David llegó a Nob, fue a ver al sacerdote Ajimélec, quien, al encontrarse con David, se puso nervioso. ―¿Por qué vienes solo? —le preguntó—. ¿Cómo es que nadie te acompaña?