Cada año, cuando iban a la casa del Señor, sucedía lo mismo: Penina la atormentaba, hasta que Ana se ponía a llorar y ni comer quería.
Cada año su madre le hacía una pequeña túnica, y se la llevaba cuando iba con su esposo para ofrecer su sacrificio anual.
Penina, su rival, solía atormentarla para que se enojara, ya que el Señor la había hecho estéril.
Entonces Elcaná, su esposo, le decía: «Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Por qué estás resentida? ¿Acaso no soy para ti mejor que diez hijos?»
Mi corazón decae y se marchita como la hierba; ¡hasta he perdido el apetito!
llegaron de Siquén, Siló y Samaria ochenta hombres con la barba afeitada, la ropa rasgada y el cuerpo lleno de cortaduras que ellos mismos se habían hecho. Traían ofrendas de cereales, e incienso, para presentarlas en la casa del Señor.
Ana elevó esta oración: «Mi corazón se alegra en el Señor; en él radica mi poder. Puedo celebrar tu salvación y burlarme de mis enemigos.
A causa de mis fuertes gemidos se me pueden contar los huesos.