Los enemigos de Jesús querían arrestarlo y entregarlo al gobernador romano. Pero como no tenían de qué acusarlo, enviaron unos espías para que se hicieran pasar por personas buenas y vigilaran en qué momento Jesús decía algo malo.
Los fariseos y los maestros de la Ley estaban vigilando a Jesús para ver si sanaba la mano de aquel hombre. Si lo hacía, podrían acusarlo de trabajar en el día de descanso.
Una noche, un fariseo llamado Nicodemo, líder de los judíos, fue a visitar a Jesús y le dijo:
--Maestro, sabemos que Dios te ha enviado a enseñarnos, pues nadie podría hacer los milagros que tú haces si Dios no estuviera con él.