En realidad, nos sentíamos como los condenados a muerte. Pero eso nos ayudó a no confiar en nosotros mismos, sino en Dios, que puede hacer que los muertos vuelvan a la vida.
Aunque nos conocen muy bien, nos tratan como a desconocidos. Siempre estamos en peligro de muerte, pero todavía estamos vivos. Nos castigan, pero no nos matan.
Por eso nos esforzamos tanto, pues confiamos firmemente en Dios. Él vive para siempre y es el Salvador de todos, especialmente de los que confían en él.
Pero el Señor Jesucristo sí me ayudó, y me dio valor para anunciar su mensaje a gente de otros países. Así Dios me salvó de la muerte, como si me hubiera rescatado de la boca de un león hambriento.
Esto nos demuestra que Dios sabe solucionar los problemas y dificultades que tienen los que le obedecen, y que también sabe castigar a los que hacen el mal. Y lo hará el día en que juzgue a todos.