Cuando terminaban los días de fiesta, Job mandaba a buscarlos y los purificaba, levantándose de madrugada para ofrecer un holocausto por cada uno de ellos. Job se preocupaba, pensando para sí mismo: “Tal vez mis hijos hayan pecado de alguna manera y hayan ofendido a Dios sin querer”. Era lo que Job hacía siempre.
Una vez transcurridos estos días, a partir del octavo día los sacerdotes presentarán sobre el altar los holocaustos y las ofrendas de paz de tu pueblo. Entonces los aceptaré a todos ustedes, declara el Señor Dios”.
“Estas son las instrucciones para que Aarón entre en el santuario. Debe venir con un toro joven para una ofrenda por el pecado y con un carnero para una ofrenda quemada.
Entonces Moisés le dijo a Aarón: “Ve al altar y sacrifica tu ofrenda por el pecado y tu holocausto para que tú y el pueblo estén bien. Luego sacrifica las ofrendas traídas por el pueblo para enderezarlas, como el Señor lo ordenó”.
A diferencia de los sumos sacerdotes humanos, él no necesita ofrecer sacrificios diarios por sus pecados y los de las personas. Él lo hizo una vez, y por todos, cuando se dio a sí mismo como ofrenda.
Él no entró por medio de la sangre de cabras y becerros, sino por medio de su propia sangre. Entró una sola vez y por todas, en el Lugar Santísimo, liberándonos para siempre.
Pero solo el sumo sacerdote entraba a la segunda sala, y solo una vez al año. Incluso en ese momento tenía que hacer un sacrificio que incluyera sangre, el cual era ofrecido por sí mismo y por los pecados que el pueblo hubiera cometido por ignorancia.