Pero a pesar de la advertencia del profeta, Jeroboán no se apartó de sus malos caminos. En vez de eso, nombró más sacerdotes de entre la gente del pueblo, para que ofrecieran sacrificios a los ídolos en los santuarios de las colinas. Todo el que quisiera ser sacerdote podía pedirle a Jeroboán que lo nombrara como tal, y él lo hacía.
El faraón, sus funcionarios y todo el pueblo de Egipto se levantaron en la noche. Y hubo amargo llanto en todo Egipto, porque no había casa donde no hubiera un muerto.
Cuando el faraón y sus hombres se dieron cuenta de que los israelitas se habían escapado, cambiaron de parecer, y dijeron: «¿Cómo hemos dejado que estos esclavos se nos vayan? ¿Quién va a hacer el trabajo que ellos hacían? ¿Por qué hemos sido tan torpes?».
Oh pueblo mío, ¿no han recibido suficiente castigo? ¿Por qué obligarme a azotarlos una y otra vez? ¿Es su intención ser rebeldes toda la vida? De la cabeza a los pies están enfermos, débiles y desfallecidos, cubiertos de magulladuras, verdugones y heridas infectadas, sin ungir ni vendar.
¿Podrá el etíope cambiar el color oscuro de su piel? ¿O el leopardo quitarse sus manchas? Pues tampoco ustedes, pues están tan acostumbrados al mal, que son incapaces de comenzar a ser buenos.
Señor, tú no aceptas sino la verdad. Castigándolos has tratado de hacer que reflexionen y sean honrados, pero no quieren cambiar. Los has arruinado, pero no escarmientan y se niegan a dejar su conducta malvada. Con el rostro como dura piedra por su terquedad, están empecinados en no arrepentirse.