Asá clamó al Señor su Dios, y le dijo: «Señor, ¡nadie más puede ayudarnos, sino tú! Estamos aquí impotentes delante de esta multitud tan poderosa. ¡Señor Dios nuestro, ayúdanos! Porque confiamos en que tú puedes rescatarnos, y en tu nombre atacaremos a esta muchedumbre. ¡No dejes, Señor, que ningún ser humano se levante contra ti!».
El capitán bajó a buscarlo y, cuando lo encontró, le gritó: ―¿Qué haces aquí dormido? ¡No es tiempo de dormir! ¡Levántate y clama a tu Dios! ¡Quizás tenga misericordia de nosotros y nos salve!
Apenas terminó de pronunciar estas palabras, cuando un jefe de los judíos llegó y se postró ante él. ―Mi hija acaba de morir —le dijo—, pero sé que resucitará si vas y la tocas.
Los discípulos fueron a despertar a Jesús y lo llamaron a gritos: ―¡Maestro, Maestro, nos estamos hundiendo! Él se levantó y ordenó al viento y a las olas que se calmaran. La tormenta se detuvo y todo quedó tranquilo.