Entonces Dios dijo a Moisés: —Baja ya del monte, porque el pueblo que sacaste de Egipto se está portando muy mal. ¡Qué pronto se han olvidado de obedecerme! Han fabricado un becerro de oro y lo están adorando. Le han ofrecido sacrificios y dicen que ese becerro soy yo, el que os sacó de Egipto. Los he estado observando y me he dado cuenta de que son muy tercos.
El país se ha llenado de maldad, porque sus habitantes no han cumplido las leyes de Dios. Se habían comprometido a obedecerlo siempre, pero ninguno cumplió con ese pacto.
Dios piensa que a su pueblo le gusta ir de un sitio para otro y adorar a muchos dioses. Pero es algo que no agrada a Dios y por eso lo va a tener en cuenta y los va a castigar por sus pecados.
Los habitantes de Jerusalén no van a creer ese mensaje, pues confían en el tratado que hicieron con el rey de Babilonia. Sin embargo, este rey les recordará sus pecados y se los llevará prisioneros.
Os encanta presentar ofrendas, y luego comer la carne de los animales que ofrecéis en sacrificio. Pero yo, vuestro Dios, no acepto esas ofrendas, sino que tengo presente vuestros pecados. Por eso os voy a castigar y volveréis a ser esclavos en Egipto.
Todo esto lo hice por ti, Jerusalén. Pensé que así me obedecerías y no tendría que castigarte, pero tus habitantes se dieron prisa para cometer toda clase de maldad.
El amo le respondió: —No. No nos quedaremos en ninguna ciudad que no sea israelita. Sigamos hasta Guibeá o hasta Ramá para ver si podemos pasar allí la noche.
Estaban pasando un rato agradable cuando, de pronto, unos hombres de la ciudad rodearon la casa y empezaron a golpear violentamente la puerta. Se trataba de unos hombres malvados que exigieron al dueño de la casa: —¡Qué salga el hombre que está de visita en tu casa! ¡Queremos tener relaciones sexuales con él!