«Dios nuestro, todo lo que hemos dado para construirte un Templo, en realidad te pertenece a ti. Todo es tuyo; tú nos lo diste y ahora te devolvemos lo que de ti habíamos recibido. Además, ¿quién soy yo y quién es mi pueblo para poder hacerte estas ofrendas? Lo mismo que nuestros antepasados, somos ante ti como gente extranjera que va de paso. Nuestra vida sobre la tierra es como una sombra, sin esperanza alguna.
Nuestros enemigos pensaban que no conocíamos sus planes y que, por tanto, nos podrían atacar por sorpresa para matarnos y detener así la reconstrucción.
Por eso ordené que todos tuvieran listas sus armas: espadas, lanzas y arcos. Luego les pedí que se colocaran agrupados por familias detrás de la muralla, en los espacios que todavía no habían sido reconstruidos.
Así fue como el Dios todopoderoso puso en ellos el deseo de reconstruir su Templo. Veinticuatro días después, Zorobabel, gobernador de Judá, y Josué, jefe de los sacerdotes, junto con el resto del pueblo, comenzaron a reconstruirlo.