Así dice Dios, el libertador, el Santo de Israel: «Has sido despreciado Israel; has sido odiado por otros pueblos y ahora eres esclavo de esos tiranos. Pues yo haré que reyes y príncipes se inclinen y se humillen ante ti cuando te vean, porque yo, el Santo de Israel, te he elegido y cumpliré mi promesa».
Todos lo despreciaban y rechazaban. Fue un hombre que sufrió el dolor y experimentó mucho sufrimiento. Todos evitábamos mirarlo; lo despreciamos y no hicimos caso de él.
Lo más que puede hacer el discípulo es ser igual a su maestro, y el criado ser igual a su amo. Si la gente dice que yo soy el diablo, entonces, ¿qué no dirán de vosotros, que sois mis discípulos?
Jesús envió a estos doce discípulos con las siguientes instrucciones: —No vayáis a las regiones donde vive gente que aún no cree en el verdadero Dios. Tampoco vayáis a los pueblos de la región de Samaría.
Pero algunos de los fariseos oyeron a la gente y pensaron: «Si este expulsa a los demonios, es porque Beelzebú, el jefe de los demonios, le da poder para hacerlo».
Os aseguro que Dios os perdonará cualquier pecado y todo lo malo que digáis. Aunque digáis algo contra mí, que soy el Hijo del hombre, Dios os perdonará. Pero lo que no os perdonará es que habléis contra el Espíritu Santo. ¡Eso no lo perdonará, ni ahora ni nunca!
Los jefes de los judíos que vivían en Jerusalén enviaron a algunos sacerdotes y a otros ayudantes del Templo, para que preguntaran a Juan quién era él. Juan les respondió claramente: —Yo no soy el Mesías.
Como los judíos no se llevaban bien con los de Samaría, la mujer le contestó: —¡Pero si eres judío! ¿Cómo te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana?
Ellos le dijeron: —Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Nuestro antepasado Abrahán murió, y también murieron los profetas. Sin embargo, tú dices que el que acepte tu enseñanza vivirá para siempre.
Por eso, también nosotros debemos salir fuera de la ciudad al encuentro de Jesús y compartir con él la vergüenza que le hicieron pasar al clavarlo en una cruz.