Después de cada fiesta, Job llamaba a sus hijos y celebraba una ceremonia para pedirle a Dios que les perdonara cualquier pecado que pudieran haber cometido. Se levantaba muy temprano y le presentaba a Dios una ofrenda por cada uno de sus hijos. Job hacía esto pensando que tal vez sus hijos podrían haber ofendido a Dios o pecado contra él. Para Job, esto se había convertido en una costumbre.
Entonces Moisés dijo a Aarón: —Esto es lo que Dios tenía en mente cuando dijo: «Mostraré que soy santo a todos los que se acerquen a mí y en presencia del pueblo mostraré mi gloria». Y Aarón se quedó callado.
Por la mañana la gente salía al campo para recogerlo, y luego lo molía, lo cocinaba y hacía con él tortas que tenían el sabor de pan amasada con aceite.
¡Vamos! Ordena al pueblo que se purifique y se prepare para mañana; y dile lo siguiente de parte del Dios de Israel: «Yo os ordené destruir todo lo que había en la ciudad de Jericó, pero vosotros os quedasteis con algunas cosas que debíais haber destruido.
Samuel les contestó: —Todo está bien. No pasa nada. Solo he venido a ofrecer a Dios un sacrificio. Preparaos y venid conmigo a ofrecer el sacrificio. Samuel mismo purificó a Jesé y a sus hijos y los invitó a participar en el sacrificio.