Luego mandó a un ángel para que destruyera Jerusalén. David miró y vio que el ángel de Dios estaba entre la tierra y el cielo, junto a la era de Ornán, el jebuseo; el ángel tenía en la mano una espada desenvainada que apuntaba hacia Jerusalén. David y los dirigentes del pueblo, que estaban vestidos con ropas de penitencia, se inclinaron tocando el suelo con la frente. Entonces David suplicó a Dios: —He sido yo quien ha ordenado hacer el recuento del pueblo; he sido yo el que ha pecado y hecho el mal; el pueblo es inocente. Así que castígame a mí y a mi familia, pero no castigues a tu pueblo. Ante estas palabras Dios, que estaba a punto de exterminar Jerusalén, se arrepintió del daño que estaba haciendo al pueblo y dijo al ángel exterminador: —¡Basta ya! Que acabe el castigo.