Entonces Dios le dijo: —Sal de la cueva y permanece en pie delante de mí, en la montaña. En aquel momento Dios pasó por allí y, al pasar, sopló un viento muy fuerte que estremeció la montaña, y las piedras se hicieron pedazos. Pero Dios no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto. Pero Dios no estaba en el terremoto.
¡Despierta, viento del norte! ¡Ven aquí, viento del sur! ¡Soplad sobre mi jardín y esparcid vuestra fragancia! ¡Ven a tu jardín, amado mío, y prueba sus deliciosos frutos!
Pues mirad —dice el Dios todopoderoso—, yo voy a enviar un mensajero para que me prepare el camino. Es el mensajero del pacto a quien vosotros buscáis y deseáis, y que llegará a mi Templo cuando menos lo esperéis. Mi mensajero ya viene. Pero, cuando llegue, nadie va a poder resistir su presencia. ¡Ese día nadie va a poder mantenerse en pie! Mi mensajero es como el fuego que purifica los metales; es como el jabón que limpia la suciedad.
El viento sopla por donde quiere y, aunque oyes su sonido, no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así también sucede con todos los que nacen del Espíritu.
Cuando terminaron de orar, el lugar donde estaban reunidos tembló, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. A partir de ese momento, todos proclamaban el mensaje de Dios sin ningún temor.
Pero Dios les hizo entender que lo que ellos anunciaban no era para provecho de ellos mismos, sino para el vuestro. Ese es el mensaje que han transmitido quienes os han comunicado la buena noticia. Y lo han hecho con el poder del Espíritu Santo enviado del cielo. Esto es algo que los mismos ángeles están deseando ver.