Cuando oyeron, pues, la Ley, separaron de Israel a todos los mezclados con extranjeros. Los persas eran un pueblo nómada que emigró de la parte sur de Rusia a Irán, cerca del año 1000 a.C. Se establecieron al este del Golfo Pérsico, en un área llamada Farsistán. El primer rey persa del que tenemos noticia es Ciro I, quien reinó a mediados del s. VII. Los persas entran dramáticamente en la historia bíblica cuando el nieto de Ciro I, Ciro II el Grande, entró triunfante en Babilonia. En el año 550 a.C. Ciro se apoderó de Ecbatana, la capital de los medos. Conquistó la actual Turquía y movió sus ejércitos hacia el este, entrando hasta el noroeste de la India. Diez años más tarde estaría listo para retar el poderío del imperio neobabilónico (véase la tabla Los babilonios). El «Cilindro de Ciro», enterrado en las bases de un edificio en Babilonia, contiene el relato, contado por el rey, de cómo capturó la ciudad. La tomó, sin que presentaran batalla, en el año 539 a.C. El curso del río Éufrates había cambiado, lo que permitió a los invasores entrar a la ciudad por el cauce seco del río. No hubo destrucción (Dn 5). De hecho, Ciro restauró los templos y edificios principales. Los asirios y babilonios habían deportado a los pueblos conquistados. Ciro revirtió el proceso: Reunió a los prisioneros de guerra y los devolvió a sus países, junto con las imágenes de los dioses nacionales que se habían llevado a Babilonia. Así, en el año 538 a.C. se les permitió a los judíos regresar a Israel. Llevaron consigo los tesoros del templo de Jerusalén, el cual debían reconstruir. El imperio persa bajo Ciro y los reyes que lo sucedieron constituye el trasfondo histórico de los libros de Esdras, Nehemías, Ester y parte del de Daniel. Los reyes persas ampliaron las fronteras de su imperio. Sus tierras al este se extendían hasta la India; Turquía y Egipto les pertenecían. El rey Darío I (522-486 a.C.), quien construyó la espléndida nueva capital en Persépolis, conquistó Macedonia, al norte de Grecia, en el 513 a.C. Después de la derrota de Maratón (490 a.C.), el nuevo rey, Jerjes I (486-465), conquistó las tierras hacia el sur hasta llegar a Atenas, antes de caer derrotado en la batalla marítima de Salamina. A pesar de los ataques de Egipto y Grecia, el poderío persa se mantuvo por 200 años. En el año 333 a.C. Alejandro Magno cruzó el Helesponto y en pocos años convirtió a Grecia en el imperio dominante. Persia pudo controlar territorios extensos gracias a la sabia administración de su gobierno. Ciro el Grande dividió el imperio en provincias (o satrapías), y cada una tenía su propio gobernante (o sátrapa). Estos eran nobles persas o medos, pero bajo ellos había nacionales que mantenían cierta cuota de poder. Se permitía y alentaba a los pueblos a seguir con sus costumbres y a adorar a sus dioses, lo cual contribuía a mantenerlos contentos. Darío I (cf. Esd 6) mejoró el sistema gubernamental. También introdujo el uso de la moneda y un sistema legal. El sistema postal que estableció fue vital para la comunicación a lo largo del imperio. Otro factor unificador fue el uso del arameo como lengua diplomática del imperio. El arameo se hablaba aun en la lejana Judá desde los tiempos del imperio asirio: «Háblenos usted en arameo», dijeron los oficiales de Ezequías a los mensajeros asirios, «pues nosotros lo entendemos» (2 R 18.26). El imperio creó mucha riqueza, y aumentó el número de artesanos. El libro de Ester nos permite entrever la lujosa vida palaciega en Persia. Las ruinas de Persépolis y Pasargade muestran la magnificencia de las capitales persas. Los platos dorados y las joyas del famoso Tesoro de Oxus revelan la habilidad de los artesanos del imperio y la belleza de los productos de lujo.