Cuando el rey estaba pasando, el profeta le dijo en voz alta: –Este servidor de Su Majestad marchó al frente de batalla, y de entre las filas salió un soldado y me trajo un prisionero. Me pidió que me hiciera cargo de él, advirtiéndome que, si se me escapaba, yo le respondería con mi vida o tendría que pagarle tres mil monedas de plata.
Y como este servidor de Su Majestad se entretuvo con otras cosas, el prisionero se me escapó. El rey de Israel le contestó: –Tú mismo te has declarado culpable y has pronunciado tu propia sentencia.
Entonces el profeta le dijo: –Así dice el Señor: ‘Como tú dejaste escapar al hombre que él había condenado a morir, con tu vida pagarás por la suya y con tu pueblo por el suyo.’
Entonces el profeta se enojó con él y le dijo: –Si hubieras golpeado el suelo cinco o seis veces, habrías podido derrotar a los sirios hasta acabar con ellos; pero ahora los derrotarás sólo tres veces.
El Señor abrió el depósito de sus armas y sacó las armas de su ira, porque el Señor todopoderoso tiene una tarea que llevar a cabo en la nación de los caldeos.
Mientras tanto, no os detengáis aquí. Id tras el enemigo y atacadlo por la retaguardia. No los dejéis regresar a sus ciudades, porque el Señor y Dios vuestro los ha entregado en vuestras manos.”
Y el ángel del Señor anuncia: ‘¡Que caiga una dura maldición sobre Meroz y sus habitantes!’, pues no acudieron, como los valientes, en ayuda del Señor.
Por lo tanto, ve y atácalos; destrúyelos junto con todas sus posesiones, y no les tengas compasión. Mata hombres y mujeres, niños y recién nacidos, y también toros y ovejas, camellos y asnos.’
Sin embargo, Saúl y su ejército dejaron con vida a Agag, y no mataron las mejores ovejas, ni los toros, ni los becerros más gordos, ni los carneros, ni destruyeron las cosas de valor, aunque sí destruyeron todo lo que era inútil y de poco valor.