»Y tú, Salomón, hijo mío, reconoce al Dios de tu padre, y sírvele de todo corazón y con buena disposición, pues el Señor escudriña todo corazón y discierne todo pensamiento. Si lo buscas, te permitirá que lo encuentres; si lo abandonas, te rechazará para siempre.
Señor, te suplico que escuches nuestra oración, pues somos tus siervos y nos complacemos en honrar tu nombre. Y te pido que a este siervo tuyo le concedas tener éxito y ganarse el favor del rey». En aquel tiempo yo era copero del rey.
Mi Dios puso en mi corazón el deseo de reunir a los nobles, a los oficiales y al pueblo, para registrarlos según su descendencia; y encontré el registro genealógico de los que habían regresado en la primera repatriación. Allí estaba escrito:
Levantaré a Ciro en justicia; allanaré todos sus caminos. Él reconstruirá mi ciudad y pondrá en libertad a mis cautivos, pero no por precio ni soborno. Lo digo yo, el Señor Todopoderoso».
Esto es lo que dice el Señor, tu Redentor, el Santo de Israel: «Yo soy el Señor tu Dios, que te enseña lo que te conviene, que te guía por el camino en que debes andar.
Lo mismo ocurría cuando la nube reposaba poco tiempo sobre el santuario: cuando el Señor así lo indicaba, los israelitas acampaban o se ponían en marcha.
David consultó al Señor: ―¿Debo perseguir a esa banda? ¿Los voy a alcanzar? ―Persíguelos —le respondió el Señor—. Vas a alcanzarlos, y rescatarás a los cautivos.