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Hebreos 1 - Serafín Ausejo (Nuevo Testamento)

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Hebreos 1

Dios ha hablado por su Hijo

1 Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas,

2 en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo;

3 el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas,

4 hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos.

El Hijo, superior a los ángeles

5 Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú, Yo te he engendrado hoy, y otra vez: Yo seré a él Padre, Y él me será a mí hijo?

6 Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el mundo, dice: Adórenle todos los ángeles de Dios.

7 Ciertamente de los ángeles dice: El que hace a sus ángeles espíritus, Y a sus ministros llama de fuego.

8 Mas del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; Cetro de equidad es el cetro de tu reino.

9 Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, Por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros.

10 Y: Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, Y los cielos son obra de tus manos.

11 Ellos perecerán, mas tú permaneces; Y todos ellos se envejecerán como una vestidura,

12 Y como un vestido los envolverás, y serán mudados; Pero tú eres el mismo, Y tus años no acabarán.

13 Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a mi diestra, Hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies?

14 ¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?

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Hebreos 1

CAPÍTULO 1

INTRODUCCIÓN

La carta a los Hebreos se consideraba ya en la antigua Iglesia como algo fuera de serie. A pesar de su extensión, no muy inferior a la de la carta a los Romanos, y no obstante la profundidad de sus pensamientos teológicos, estuvo siempre a la sombra de las cartas paulinas y no poco tuvo que luchar para lograr ser incluida en el canon del Nuevo Testamento. Hoy día nadie osaría ya discutir su aceptación canónica, aunque no parece haber cambiado mucho la impresión de algo extraño que produce en el lector.

Son diferentes las razones que indujeron a dejar de lado esta carta y a formarse de ella un juicio equivocado. El mismo título «a los Hebreos» muestra que en la época en que se reunió la literatura epistolar del Nuevo Testamento, no se sabía ya nada de las circunstancias de su origen. Por «hebreos» se entiende en el Nuevo Testamento a los judeocristianos que hablaban arameo, o, por lo menos, judíos de nacimiento (2Co 111:22; Phi 3:5; Act 6:1), por lo cual se pensó en la antigüedad que la carta se había escrito originariamente en arameo. Hace tiempo, sin embargo, que se desechó este punto de vista, al que sucedió la convicción de que la carta a los Hebreos es un escrito redactado originariamente en griego, que acusa incluso un alto grado de elegancia estilística y de habilidad literaria. Por consiguiente, no se debe pensar que los lectores fueran judeocristianos de Palestina, aun cuando éstos, en su mayoría, fueran bilingües. Más aún: la exégesis actual pone incluso en tela de juicio que la carta hubiera sido dirigida a una comunidad judeocristiana. La Biblia griega, los Setenta, que el autor cita corrientemente, era también conocida por los cristianos de origen pagano, y como resulta de la catequesis bautismal de Heb 6:1.2, los lectores debían comenzar por ser instruidos en la «fe en Dios» y en la «resurrección de muertos y juicio final».

Si los destinatarios de la carta no se contaban entre los judíos de entonces, sino que eran paganos (o nacidos ya de padres cristianos), entonces no puede sostenerse ya la opinión que durante largo tiempo se impuso sin disputa, según la cual el autor quería poner en guardia a sus lectores contra una eventual recaída en el judaísmo. Se pensaba, en efecto, que tales judeocristianos, atraídos por el esplendor y el fasto del culto del templo, se verían tentados a abandonar su nueva fe y a adherirse de nuevo a la religión de sus padres. Esta idea de la finalidad de la carta, basada en la fantasía, sólo podía surgir de una lectura superficial del escrito, así como de prejuicios, pues si bien se mira, no hay ni un solo pasaje de la carta en que se hable de recaída en el judaísmo o que haga referencia al templo herodiano. Muy diferentes son las dificultades que tenían que vencer los destinatarios y que el autor trata de superar con reflexiones teológicas: 1) lo poco tangible de la salvación; 2) las flaquezas morales; 3) las hostilidades del mundo.

1. Lo poco tangible de la salvación debía ser una cuestión cada vez más agobiante para las comunidades de fines del siglo I. ¿Por qué no se habían realizado las promesas de la venida del reino de Dios y del retorno del Señor? ¿Era después de todo vacía y vana la esperanza de un futuro mundo glorioso? Cierto que la fallida parusía sólo en casos raros indujo a una pérdida total de la fe, pero también entre los llamados buenos cristianos pudo entonces (como ahora) surgir con frecuencia duda, inseguridad, murmuración y amargor. Es verdad que todavía se mantenían firmemente las fórmulas y los símbolos de fe, pero habían desaparecido la alegría de los principios, la confianza (parrhesia:2Ki 3:6; 2Ki 4:16; 2Ki 10:19.35) y la fe plena (plerophoria:2Ki 6:11; lO,Z). La predicación tropezaba con desgana e indiferencia o incluso con repulsas (cf. 2,3; 4,1.2; 5,11; 12,25), y entonces comenzaban ya algunos a faltar a las asambleas cultuales (10,25). Así pues, no se estaba ya muy lejos de romper francamente con la comunidad y «apartarse del Dios viviente» (3,12; cf. 6,6; 10,26-29; 12,15-17).

El autor de la carta había comprendido que en la crisis de la fe no era ya suficiente la mera repetición de verdades antiguas y venerandas. Evidentemente, no podía ni quería discutir lo que la Iglesia había creído y proclamado desde sus primeros días. Así él también, como los predicadores y misioneros que le habían precedido, habla de la nueva venida de Cristo (9,28), de que «se acerca el día» (10,25), y cita las palabras de Habacuc: «Un poco, un poco nada más» y «el que ha de venir vendrá, y no tardará» (10,37). Cierto, dice, que hay que tener mucha «paciencia» (6,12) y «constancia» (10,36; 12,1) para heredar las promesas de Dios conforme al ejemplo de los testigos de la fe del Antiguo Testamento. Pero el centro de gravedad teológico de la carta no reside precisamente en estos pensamientos y motivos, que hacía mucho tiempo que eran conocidos por los lectores. En lugar del esquema temporal de la parusía, que se había hecho ya problemático, el autor de la carta, dotado de formación filosófica, prefiere el esquema espacial metafísico de lo terrestre y de lo celestial. A la manera del filósofo judío de la religión, Filón de Alejandría (de por los años 20 a.C. hasta el 50 d.C., aproximadamente), divide la realidad en dos sectores, uno terrestre, de imágenes y sombras, y otro celeste, arquetípico, real y eterno. Este esquema platonizante se demostró entonces muy valioso para mostrar el significado del hecho salvífico del Nuevo Testamento, independientemente de toda cuestión de fechas del fin de los tiempos.

Mientras que el Antiguo Testamento, con su ley, su culto y su sacerdocio estaba encadenado al orden de lo visible, carnal y perecedero, Cristo ha aparecido como «sumo sacerdote de los bienes verdaderos» (es decir, celestiales y arquetípicos) (9,11). Su sacrificio expiatorio en la cruz ha abierto el camino hacia el verdadero sancta sanctorum o «lugar santísimo» de Dios, de modo que los fieles poseen ya la «reproducción exacta de las realidades» (10,1) y pueden entrar en el santuario celestial de la presencia de Dios, al trono de la gracia (4,16; 10,19-22; 12,22-24). Lo poco tangible de la salvación, de lo que sufren los fieles, se basa por tanto únicamente en una falsa concepción de la realidad. Lo que cuenta no son las cosas visibles y terrestres, sino los bienes celestiales, invisibles y permanentes (cap. 11). Cierto que todavía no vemos que el mundo futuro esté sometido al hombre (2,8). Pero en Jesús se ha realizado ya la promesa del dominio sobre todas las cosas (1,2), y a él le vemos ya «coronado de gloria y de honor» (2,7). El que cree, está convencido de la existencia de cosas invisibles (11,1) y profesa firmemente lo invisible, como si lo viera (11,27).

Como ahora se pueden gustar ya los bienes celestiales, los «portentos del siglo futuro», así también la fe cristiana penetra en lo oculto del mundo celestial. Ve allí lo que ya se ha verificado en Jesús según la promesa divina: su entronización como Hijo y Salvador, su coronación de gloria y honor. Ahora bien, ¿en qué reconoce la fe vidente el cumplimiento de los acontecimientos celestiales? Primeramente por la palabra de la Escritura. Para la carta a los Hebreos es ésta representación gráfica de hechos invisibles, contiene las misteriosas palabras de Dios a su Hijo, en ella habla el Hijo a Dios. Tal interpretación de la Escritura parece, sin embargo, haber sido posible allí donde los hechos celestiales invisibles habían adquirido gran arraigo en la vida de fe de la comunidad. El sumo sacerdote celestial, el Hijo que impera a la diestra de Dios, sólo puede presentarse ante los ojos allí donde su exaltación se celebra como presente y real en el uso litúrgico de la palabra de la Escritura. Con tales presupuestos tiene sentido hablar de «ver», «contemplar» y «poseer» la realidad del más allá.

Dado que el autor quería convencer a sus lectores de la seguridad de su esperanza basada en la fe, tenía que indicarles caminos para considerar los bienes de la salud futura algo así como por visión y experiencia personal. Por eso los exhorta a prestar diligente atención a la palabra de Dios en la predicación y en la Escritura (1,1-4.13), a acercarse con confianza al trono de la gracia en el santuario celestial (4,14-10,31) y a esforzarse por lograr en Ios sufrimientos y en las pruebas la certeza de la recompensa divina (10,32-13,17). Con estas indicaciones, que responden poco más o menos a la división de la carta se ofrecían a la vez a los lectores los medios para remediar sus flaquezas morales y enfrentarse valerosamente con un mundo hostil.

2. Cuanto más tenían que aguardar los cristianos la consumación de su salvación, tanto más saltaba a los ojos que tampoco ellos estaban exentos de flaquezas morales. Propiamente después del bautismo no hubieran debido haber ya pecados en las comunidades, pero los hechos se mostraron más fuertes que cualquier teoría. También por otros testimonios de la era apostólica avanzada sabemos que los pecados de los cristianos representaban un problema no sólo de la disciplina penitencial de la Iglesia, sino también de teología 1 La carta a los Hebreos distingue tres clases de pecados: a) transgresiones que se cometieron antes del bautismo, «durante la primera alianza»; b) pecados de flaqueza y de ignorancia de los cristianos; c) pecados voluntarios e imperdonables de deserción de la fe cristiana. Si bien la preocupación pastoral de la carta apunta en primera línea a suprimir el estado actual de tibieza de la comunidad para que no degenere en la situación desesperada de la apostasía, sin embargo se reserva en ella gran espacio a la cuestión fundamental del perdón de los pecados causado por la sangre de Cristo. En realidad, también estas consideraciones teológicas están al servicio del empeño pastoral.

a) En el bautismo recibieron los creyentes el perdón de todas las «trangresiones» cometidas durante la «primera alianza» (9,15). La sangre de Jesús purificó su conciencia de las «obras muertas» para que ahora «rindan culto al Dios viviente» (9,14; cf. 10,2). Por tanto, la purificación de la conciencia tiene a la vez, un sentido positivo: confiere a los cristianos la capacidad de rendir culto en el santuario celestial. Esto resalta todavía con más claridad en el concepto de «santos» o consagrados (2,11; 9,13; 10,10.14.29; 13,12). El que ha sido santificado, está consagrado, está sustraído a la esfera de lo terreno y profano y aplicado al servicio de Dios. Sin embargo, queda todavía la tensión: el sacrificio de Cristo nos ha santificado y «santificado de una vez para siempre» (10,10), y sin embargo debemos pasar todavía por una severa disciplina de obediencia antes de tener participación en la santidad de Dios (12,10). Pero sólo los hijos pueden ser objeto de tal disciplina y corrección (12,8). Si no estuviéramos ya santificados, difícilmente podríamos aspirar a tal santificación (12,14).

La carta a los Hebreos utiliza, juntamente con los conceptos de «purificar» y «santificar», también la idea, que le es muy propia, de «consumar» o perfeccionar, para explicar la naturaleza celestial y definitiva del perdón de los pecados. Los sacrificios terrestres, a manera de sombras, del Antiguo Testamento no podían «hacer perfecto, en cuanto a la conciencia», al ministro del culto (9,9; 10,1). Sólo Jesús, con un único sacrificio -la oblación de su cuerpo- «ha perfeccionado para siempre a los santificados» (10,14). ¿Qué quiere decir esto? Por lo pronto no solamente la experiencia psicológica logra la tranquilidad y la paz con Dios mediante la fe en el poder expiatorio de la cruz. La carta se refiere más bien a un proceso que afecta al ser mismo. Como el Hijo fue consumado al ser elevado de las angustias mortales y del abatimiento, al santuario celestial (5,7-10), así también los creyentes son consumados o perfeccionados porque la muerte de Jesús los libra de la esclavitud de la muerte y del diablo (2,14.15) y los traslada a la esfera de la salvación en Dios. Y como la consumación significó al mismo tiempo para Jesús la consagración como sumo sacerdote celestial, así también la comunidad cristiana ha sido consagrada con vistas al ministerio sacerdotal en el santuario celestial.

Si la carta se ocupa con tanto empeño de la promesa «mejor» del perdón de los pecados (8,6.12), no lo hace por mero prurito de especulación teológica, sino que quería ante todo ayudar a los creyentes a gozarse recobrando la conciencia de su alta dignidad de ministros del culto de la nueva alianza. Lo que Dios realizó en ellos mediante la sangre de Jesús -purificación, santificación, consumación o perfeccionamiento- fue un hecho único y definitivo que, al «acercarnos con confianza al trono de la gracia» (4,16; 10,19-22), había de ser una y otra vez objeto de profesión de fe acompañada de gratitud. Aquí, en el culto, estaba también el lugar en el que, como en ningún otro, la comunidad expuesta a peligros y tentaciones tendría participación en la ayuda de su sumo sacerdote celestial.

b) Si los fieles han sido purificados del pecado de una vez para siempre, ya no puede haber para ellos una conciencia de pecado que lleve en sí la aflicción del alejamiento de Dios y la espina de estar en pugna con Dios. Por ello, se alude a su estado actual con la palabra «debilidades» (4,15). Este concepto abarca toda una escala de fenómenos, desde el verse «tentado» (2,18; 4,15) hasta el coqueteo con el pecado, el cual, con astucia y engaño (3,13) quiere retener al corredor para que no alcance la meta (12,1). Ya se vuelven flojas las manos, las rodillas se muestran vacilantes, los pies tropiezan y se exponen a resbalar (12,12.13). Cierto que de estas imágenes bíblicas no es fácil deducir cuáles eran esos pecados de debilidad en la comunidad. En todo caso no debemos atribuir sin más a la carta a los Hebreos nuestra distinción de teología moral entre pecado mortal y venial. La carta tiene por ligeros, «veniales», es decir, remediables con la ayuda del sumo sacerdote misericordioso y compasivo (2,18; 4,15; 5,2; 7,25; 9,24), todos los pecados que comete un cristiano, en tanto no abandona totalmente su fe. Aunque la carta no conoce todavía ninguna institución eclesiástica de penitencia perfectamente constituida, no obstante, se hallan ya en ella los elementos esenciales del sacramento de penitencia, la eficaz intercesión del sumo sacerdote celestial, la corrección fraternal y la ayuda mutua en la comunidad mediante estímulos, consejos (3,12; 10,25) y vigilancia (12, 15), y finalmente el deber obvio de levantar de nuevo los ánimos y enderezar los pasos (12,13).

c) La carta combate la situación de debilidad y tibieza de la comunidad no sólo con la indicación consoladora de las posibilidades de sanar, sino al mismo tiempo también con amonestaciones muy serias y tajantes que ponen en guardia contra el peligro de una apostasía que no se pueda ya remediar. Lo perentorio de las reiteradas conminaciones (2,2.3; 3.12.13; 4,1; 6,4-8; 10,26-31; 12,12-17) ha provocado con frecuencia extrañeza y ha hecho pesar sobre el autor el sambenito de predicador severo e implacable del juicio. Tal impresión sólo pudo producirse por no interpretar sus aserciones en el debido contexto. Las palabras de amenaza iban dirigidas a cristianos que se hallaban en peligro, con el fin de retraerlos del paso definitivo y fatal, pero no a desertores, que eventualmente preguntaban por la posibilidad de penitencia y reintegración en la comunidad. El problema que surgiría en tiempos sucesivos, acerca de lo que se había de hacer con apóstatas arrepentidos, no tenía todavía por qué preocupar al autor. Si como a pastor de almas se le hubiese planteado esta cuestión, quizá hubiese dado una respuesta diferenciada y matizada, sin fijar límites a la misericordia de Dios.

3. El decaimiento en la fe y la flaqueza moral debían ser especialmente peligrosas si los cristianos tenían que experimentar por añadidura en sí mismos la hostilidad del mundo. Desde luego, de la carta no se desprende con certeza si la comunidad se hallaba amenazada por una persecución en toda regla. En el pasado, poco después de la fundación de la comunidad, había habido sin duda una persecución. El autor habla de injurias, tribulaciones, prisiones y despojo de bienes (10,32-34). No se mencionan martirios cruentos, pero no tendría nada de extraño el que los fundadores de la comunidad, que habían anunciado a los lectores la palabra de Dios, hubiesen muerto de muerte violenta (13,17). Quizá al decir el autor que «en vuestra lucha contra el pecado, todavía no habéis resistido hasta derramar vuestra sangre» (12,4), quiere aludir a la inminencia para la comunidad de un trance de vida o muerte. También otras aserciones resultarían más claras en la hipótesis de que la carta se hubiese escrito, por ejemplo, en vísperas de la persecución de Domiciano2. Así el capítulo 11 remata en una pintura muy realista de martirios y persecuciones del Antiguo Testamento (11,35-38), y así se ve el autor obligado a demostrar por la Escritura la necesidad y el sentido del sufrimiento y de los castigos (12,5-11), y así también hacia el final de la carta invita a los lectores a «salir al encuentro» de Jesús crucificado y «cargado» con su oprobios (13,13; cf. 11,26; 12,2).

Pero, aun cuando la carta no se refiriera a persecuciones externas, sino únicamente tuviera ante los ojos los sufrimientos y molestias corrientes de la vida en la tierra, no cabría la menor duda de que el miedo a la muerte (2,15; cf. 5,7; 11,13) y el temor del sufrimiento (12,3-11) mermaban la confianza de la comunidad. No era propiamente el antiguo escándalo de la cruz de Cristo (1Co 1:23) el que creaba dificultades en la fe a los lectores, sino que por la perspectiva de tener que morir -quizá incluso en forma dolorosa y sangrienta-, veían frustradas sus esperanzas. En este supuesto se comprende mejor por qué la carta subraya con tanto empeño lo irremediable del destino del hombre condenado a morir (1Co 2:14.15; 1Co 9:27; 1Co 11:13) y constantemente vuelve a hablar del significado salvífico de la muerte sangrienta de Cristo (1Co 2:9.10.14.18; 1Co 5:7-10; 1Co 7:27; 1Co 9:11-28; 1Co 10:5-14.19-21; 1Co 12:2.3.24; 1Co 13:12.20). Al paso que Pablo -por lo menos en sus primeras cartas- contaba con la posibilidad de hallarse todavía en vida él y otros cristianos el día de la parusía (1Th 4:15.17; 1Co 15:51-52), la carta a los Hebreos considera a todas luces la muerte como un presupuesto ineludible para el logro de la salvación. Como Jesús fue consumado por su pasión y muerte, es decir, entró en el verdadero «lugar santísimo» para sentarse a la diestra del Padre, así también, los «espíritus de los justos llegados a la consumación» (1Co 12:23) han entrado ya en la Jerusalén celestial. Los creyentes, santificados y consumados por la sangre de Jesús, no tienen ya por qué temer la muerte, puesto que cuando hayan cumplido su destino humano (1Co 9:27) seguirán a la patria celestial, a la ciudad eterna de Dios (11,14-16; 12,22; 13,14i, a su cabeza (2,10; 12,2) y «precursor» (6,20), al «gran pastor de las ovejas» (13,20). Si hemos comprendido que los problemas y dificultades a que deben hacer frente los cristianos de fines del siglo I no son muy diferentes de los que con frecuencia nos hacen a nosotros tan difícil y penoso el camino hacia Dios, entonces también a nosotros tendrá algo que decirnos la carta: exhortando, instruyendo, prometiendo, y a la vez amonestando, poniendo en guardia, conjurando. Cierto que no todos los pensamientos y pruebas que aduce el autor serán para nosotros igualmente convincentes, pero en tales casos tendremos que preguntarnos de qué manera hay que hablar, pues, hoy día a los fatigados y vacilantes -lo cual quiere decir en primer lugar a nuestra propia alma fatigada (12,3)- de modo que la palabra de Dios vuelva a demostrarse «viva y operante, y más tajante que una espada de dos filos» (4,12).

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1. Cf. la parábola del trigo y de la cizaña (Mat 13:24-30) y su explicación (v. 36-43). La primera carta de san Juan distingue entre «pecados que llevan a la muerte», por los que es inútil pedir perdón, y «pecados que no llevan a la muerte», que se pueden reparar mediante la intercesión de los hermanos (1Jo 5:16).

2. La primera carta de Clemente, que se escribió poco después de la persecución de Domiciano, conoce y cita nuestra carta (con especial claridad: 1Clem 36,1-5). Esto se comprende sin duda mejor si era todavía reciente el recuerdo de la carta y si ésta se había dirigido a la comunidad romana.

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Parte primera

PROMESAS DE DIOS EN EL HIJO 1,1-4,13

La carta comienza con una breve mirada retrospectiva a la palabra de Dios en el Antiguo Testamento, para pasar luego a cantar alabanzas al Hijo, que nos ha traído el último y definitivo mensaje de salvación. Mediante su entronización en el cielo ha sido elevado a una dignidad incomparablemente superior a la de los ángeles, y quien desprecia la salvación por él anunciada, merece un castigo más terrible que los transgresores de la ley comunicada por ángeles (1,1-2,4). Objeto de la predicación de la salud es el mundo venidero, en el que no dominarán ángeles, sino hombres, a saber, el Hijo y los hijos de Dios. Por esto asumió carne y sangre el Hijo y ha venido a ser sumo sacerdote de sus hermanos (2,5-18). Si mantenemos impertérritos nuestra profesión de fe hasta el fin, entraremos, como hijos de Dios y hermanos de Cristo, en el reposo celestial. A los incrédulos, en cambio, les amenaza el mismo castigo y la misma ruina que a los israelitas desobedientes en el desierto (3,1-4,11). Esta primera parte de la carta se cierra con un himno a la palabra de Dios que decide de la vida y de la muerte (4,12.13).

I. DIOS NOS HA HABLADO POR EL HIJO (1,1-2,4).

Esta primera gran sección de la carta quiere animarnos a prestar cada vez más atención al mensaje de salvación de la nueva alianza. Como más adelante se desprende de una palabra de censura, los cristianos interpelados se han hecho «torpes de oído» (5,11). La palabra de Dios ha perdido para ellos el atractivo de lo nuevo y digno de consideración. Son cristianos de la segunda generación (2, 3), algunos de los cuales, quizá ya desde su juventud asistieron al culto en común y oyeron predicar con frecuencia. ¿Logrará la predicación, la exhortación (13,22) de la carta a los Hebreos, vencer la desgana y la indiferencia de tos cristianos -nuestra indiferencia- y hacer que vuelva a prestarse oído a la palabra de Dios?

1. LA REVELACIÓN DEL ANTIGUO TESTAMENTO (1,1). 1/01-02

1 Muy gradualmente y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres mediante los profetas.

La carta comienza sin encabezamiento, saludo, acción de gracias e intercesión, es decir, sin el protocolo usual en las cartas de la antigüedad, con lo cual se muestra que es una alocución que desde las primeras palabras quiere forzar la atención de los oyentes. Pero ¿es realmente tan sensacional lo que va a decir este primer versículo? Se tiene más bien la impresión de que el autor, con aliteraciones (del texto griego original), elegidas artificiosamente, quiere hacer resaltar la monótona desgana que invade a muchos cristianos cuando se les recuerdan los escritos proféticos de Antiguo Testamento. Todo esto se dijo ya «antiguamente» y «a nuestros padres»: ¿qué nos importa, pues, ahora a nosotros? ¿Y quién se entiende ya en medio de esas «muchas maneras» de los textos véterotestamentarios? Desde luego, fue el Dios único, nuestro Dios, el que entonces habló por los profetas, pero su palabra ¿no se adaptó a las múltiples y excesivas palabras de los hombres, que con frecuencia se contradicen y hasta se anulan unas a otras, de tal suerte que parece absolutamente imposible deducir de sólo el Antiguo Testamento la voluntad perentoria de Dios con respecto a nosotros? Preguntas y más preguntas que suscita este primer versículo en los oyentes, y a las que responderá la carta.

2. EL ANUNCIO POR EL HIJO (1,2).

2 En estos últimos tiempos, nos habló por el Hijo, al que nombró heredero de todo, por medio del cual, igualmente, creó los eones.

Sea lo que fuere de la actualidad del Antiguo Testamento, de todos modos Dios no se limitó a hablar a los padres en tiempos remotos y oscuros. Su palabra se nos ha dirigido también a nosotros, es decir, a la comunidad cristiana, y ésta ha sido su palabra última y definitiva, en la que todo el inminente futuro del mundo se ha hecho ya presente. Esta palabra de Dios que decide de la vida y de la muerte (cf. 4,12.13) no nos la han transmitido los muchos profetas conocidos o anónimos, sino el mismo Hijo único de Dios en persona. El autor hace clara referencia al hecho histórico y único de la predicación de Jesús (cf. 2,3), aunque sin decir nada sobre su contenido. Sus lectores u oyentes conocían la doctrina de Jesús por el catecismo y quizá también por alguno que otro de los Evangelios; sabían lo que había prometido Jesús a sus discípulos, así como lo que les había exigido. Pero precisamente porque todo esto les era tan conocido, no podían hallar ya nada especial en las palabras de Jesús. De hecho, también a nosotros nos cuesta trabajo descubrir algo divino en las palabras tan sencillas y hasta casi «triviales» (K. Barth) del Evangelio, si no sabemos de antemano quién las ha proferido.

Por esta razón añade inmediatamente el Apóstol toda una serie de títulos cristológicos de soberanía, que desde un principio disipan toda duda sobre si el Hijo tiene realmente algo importante que decirnos. él es el heredero de todo, o sea que también nosotros seremos un día su propiedad, lo queramos o no, y él ha de decidir sobre nuestro valor, sobre si somos o no aprovechables. él es el mediador en la creación, por medio del cual creó Dios los eones3, el mundo presente y el futuro. A él, pues, a la vez que a Dios debemos nosotros nuestra existencia. El origen y el fin, el pasado y el futuro de todo ser están determinados por Jesús, Hijo de Dios. Esto no había de resultarnos muy fácil de creer.

3. LA ENTRONIZACIÓN DEL HIJO (1/03-13).

3 El es el reflejo de su gloria, impronta de su ser. él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la majestad en las alturas, 4 llegando a ser tanto más excelente que los ángeles, cuanto más sublime que el de ellos es el nombre que ha heredado 5 Pues ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado yo» (Psa 2:7)? 4 ¿o también: «Yo seré tu Padre, y él será mi Hijos (2Sa 7:14)? 6 y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios» (Deu 32:43). 7 Respecto de los ángeles dice: «El que hace de sus ángeles como vientos, y sus servidores como llamas de fuegos (Psa 104:4) 5. 8 y, en cambio, respecto del Hijo: «Tu trono, oh Dios, subsiste para siempre; y cetro de rectitud es su cetro real. 9 Amaste la justicia y odiaste la impiedad; por eso Dios, tu Dios, prefiriéndote a tus compañeros, te ungió con aceite de júbilo» (Psa 45:7.8) 6. 10 Y también: «Tú, Señor, en los comienzos cimentaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos.» 11 Ellos perecerán, pero tú permaneces; todos envejecerán como ropa, 12 los enrollarás como manto, serán como ropa que se muda, pero tú eres siempre el mismo y tus años no se acabarán (Psa 102:26-28). 13 ¿A cuál de los ángeles ha dicho jamas: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies» (Psa 110:1)?

El autor se hace seguramente cargo de que no es suficiente hablar de Cristo con conceptos abstractos, sobre todo si las aserciones se refieren a su posición al final de los tiempos y anteriormente al tiempo en el acontecer del mundo. El que quiera despertar fe o volver a inflamarla, tiene que narrar la historia de Jesús, debe recordarnos lo que Jesús hizo por nosotros. A nosotros, cristianos de hoy nos agradaría quizá más oir un relato sobrio y escueto, pero el autor de la carta, con su formación alejandrina, prefiere hacer una exposición solemne, en forma de himno, que podríamos designar como una pieza, un himno de la liturgia. Su objeto no son los acontecimientos externos de la vida de Jesús, conocidos por los oyentes y también por nosotros, sino los hechos del mundo celestial, en el que Jesús fue entronizado como Hijo de Dios y soberano del mundo, hechos que sólo son visibles a los ojos de la fe y que sólo pueden percibirse con oídos de fe. La contextura de estos versos se asemeja al célebre himno de la carta a los Filipenses, que también encuadra la acción terrena de Jesús en aserciones sobre su existencia antes del tiempo y su exaltación celestial. Hay, sin embargo, una diferencia. El himno a Cristo en Flp 2 muestra el camino de Cristo como una parábola muy marcada, que del ser eterno y divino desciende al patíbulo de la cruz y luego vuelve a elevarse a las alturas divinas. En cambio, en la carta a los Hebreos apenas si se siente ya el abajamiento de Cristo. Su camino hacia la muerte en cruz, por la que llevó a cabo «la purificación de los pecados», se nos muestra como la marcha triunfal del sumo sacerdote celestial hacia el trono de Dios.

En realidad -en la realidad que sólo contempla la fe- era Jesús de Nazaret un ser divino, adornado con los atributos que el judaísmo alejandrino reconocía a la sabiduría eterna: «reflejo de la gloria divina», «impronta de su ser», que «sostiene el universo con su palabra poderosa» (cf. Wis 7:25.26). Esta triple descripción del ser de Cristo no se debería estimar con los rigurosos criterios de la cristología posterior, sino considerarla únicamente como una tentativa de situar la persona y la obra de Jesús lo más cerca posible de Dios.

De este empeño procede también la prolija comparación entre Cristo y los ángeles. Quizá podamos suponer que en la comunidad a que va dirigida la carta a los Hebreos había, como en Colosas, un culto exagerado de los ángeles (cf. Col 2:18); sin embargo, los ángeles sirven aquí al autor, en primera linea, como fondo escénico para la entronización de Cristo. El ascenso al trono de un soberano oriental implicaba tres actos: 1) la adopción del nuevo rey por Dios mediante la imposición del nombre; 2) el homenaje tributado al nuevo rey por los grandes del reino (aquí los ángeles); 3) la transmisión de los derechos soberanos (cetro, unción, subida al trono). No necesitamos extendernos en demostrar que el autor tenía presente tal ceremonial cuando buscó los correspondientes pasajes de la Escritura. Salta a la vista que consideraba el Antiguo Testamento como un libro misteriosamente cifrado, en el que se podía leer el drama cultual escatológico de la entronización celestial de Cristo. Si queremos entender la carta a los Hebreos, debemos familiarizarnos con este arte interpretativo -o mejor, reinterpretativo- de la Escritura. La sección de Heb 1:1-12 se lee en la tercera misa de Navidad. La razón principal de esta elección se halla seguramente en el v. 6: «Al introducir en el mundo al primogénito dice: "Adórenlo todos los ángeles de Dios"». La Iglesia halló aquí como una confirmación de la historia del nacimiento de Jesús, del homenaje que le tributaron los ángeles en los campos de Belén (Luk 2:13.14). Tal asociación de ideas no está vedada al que ora, pero conviene saber que la carta se refiere en primera línea a la exaltación de Cristo y a su parusía.

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3. Cf. Hab 11:3. Aquí parecen referirse los «eones» sólo a los espacios celestiales invisibles, al mundo futuro de la salvación consumada.

4. El versículo del salmo se cita en Act 13:33, como argumento escriturístico de la resurrección de Jesús.

5. También en Heb 12:18 parecen entenderse los ángeles como poderes de la naturaleza.

6. El salmo 45, cántico festivo en las bodas de un rey, influyó notablemente, sobre todo en la edad media, en la devoción a Cristo y a María.

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4. MINISTERIO DE LOS ÁNGELES (1/14).

14 ¿Y qué son todos ellos sino espíritus al servicio de Dios, enviados para servir a los que van a heredar la salvación?

Acabamos de insinuar la posibilidad de que los lectores de la carta propendieran a tributar un culto excesivo de los ángeles. Sea de ello lo que fuere, y prescindiendo también de si el autor mismo quería por su parte formarse una idea clara de Ia misión de los ángeles en el plan salvífico de Dios, de todos modos nuestro versículo, con su interrogación retórica, expresa una idea fundamental, por no decir revolucionaria. En tal afirmación no se debe ver únicamente una prueba escriturística de la doctrina tradicional sobre los ángeles custodios, en el sentido de que entre la multitud de los ángeles hay también algunos encargados de desempeñar el ministerio inferior y no muy brillante de ángeles de la guarda. Más bien se habla aquí de «todos» los espíritus, y por tanto también de los arcángeles, de los tronos, de las dominaciones y de los demás supremos moradores del cielo, comoquiera que se los llame. Pero aun esta misma doctrina de los ángeles custodios, que no admite excepción alguna, no tendría nada realmente sorprendente si no supiéramos que los ángeles son seres que dominan sobre grandes sectores de la creación. En un mundo precristiano o postcristiano (entendido aquí en sentido teológico, no de historia de la Iglesia) se arrogan los ángeles derechos soberanos sobre el hombre y, para su mayor gloria, le exigen la consagración de su vida. Ahora bien, con Cristo han perdido estos poderes su posición absoluta: ahora deben servir al hombre para su salvación. Son dos cosas muy distintas el que el hombre se sacrifique por una idea, una institución y un orden abstracto, y el que las ideas y los órdenes de la existencia sirvan al hombre concreto.


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Reina-Valera 1960 (RVR1960)

Copyright © 1960 by American Bible Society

Comentarios de la Version Serafin Ausejo

Copyright © Serafín de Ausejo 1975.

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