Esta es la «desnuda y cruda verdad» sobre la muerte de Juan P ablo I

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Albino Luciani fue encontrado muerto en su habitación del Vaticano apenas 33 días después de haber sido elegido papa.

Al parecer se ha dado carpetazo a las teorías de la conspiración respecto a la muerte del papa Juan Pablo I, Albino Luciani, según las conclusiones a las que ha llegado la periodista italiana Stefania Falasca en su libro «Papa Luciani. Crónica de una muerte». La obra ha salido a la venta esta semana en Italia y su autora ha tenido acceso a documentos inéditos del Vaticano y a una entrevista con una de las religiosas que atendía al Sumo Pontífice.

Juan Pablo I murió a los 65 años de edad el 28 de septiembre de 1978, apenas 33 días después de haber sido elegido papa. «Podemos decir, con toda la documentación, que Luciani murió por un ataque al corazón. Esta es la verdad desnuda y cruda», dijo Falasca en una entrevista a Radio Vaticano.

La autora del libro encontró un documento inédito de la Secretaría de Estado del Vaticano, donde desvela que la tarde del día de la muerte del papa, este sufrió un profundo dolor en el pecho al que no le dio mayor importancia ni quiso que se llamara a los médicos, pese a que la molestia duró unos cinco minutos. Tras ese percance Luciani continuó con su rutina.

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«Estaba recostado con una leve sonrisa»

«Estaba planchando en la habitación con la puerta abierta  y lo vi pasar varias veces. Recuerdo que viéndome planchar me dijo: Hermana, le hago trabajar tanto, pero no se preocupe en planchar tan bien la camisa porque hace calor, sudo y tengo que cambiarla a menudo. Planche solo el cuello y los puños, que el resto no se ve», relató Margherita Marin, una de las religiosas que cuidaba del pontífice.

Falasca también encontró registros clínicos que evidenciaron que en 1975, Luciani ya había sido tratado de una molestia cardiovascular y que fue atendido con anticoagulantes. Siguiendo con el relato de Margherita, ella y sor Vincenza Taffarel fueron las primeras en ingresar la mañana del 29 de septiembre de 1978 a los aposentos papales, después de notar que Juan Pablo I no había tomado el desayuno que le habían dejado en la habitación contigua y no respondiera a los llamados de las religiosas.

«Ni una arruga. Estaba recostado con una leve sonrisa, las gafas puestas, los ojos medio cerrados, como si durmiera. Le toqué las manos. Estaban frías. Me llamaron la atención sus uñas: un poco oscuras», recuerda Marin.

 

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